Su voz pausada y en calma siempre escondió a un hombre combativo. Este hombre fue tan incómodo para muchos que durante más de 10 años fue casi un nómada. Lo amenazaban, se mudaba, se mudaba a otra casa, se mudaba a otro barrio, a otro país, se mudaba una y otra vez, pero no se iba a callar. Cali fue su hogar, Costa Rica fue su casa en el exilio, Villavicencio, su ciudad natal. A Álvaro Miguel le gustaba la salsa. Era un hombre amoroso, tranquilo, valiente y sencillo, al que le dolían ver las injusticias.
En la Universidad de los Llanos, estudió ingeniería Agrónoma -amaba el campo-. Pero amó más la paz, amo más los derechos y la lucha por estos, al final su profesión fue esa: el activismo. Y de la mano de este oficio se unió a múltiples organizaciones de derechos humanos para denunciar la violencia de la policía, la violencia contra las personas trans, los abusos contra los gays, lesbianas o quienes tenían VIH, las violaciones de derechos humanos de paramilitares, de la guerrilla, del Estado, los abusos desde cualquier orilla.
Las amenazas en su contra, aunque no eran las primeras, se materializaron el 3 de junio de 2009 cuando fue encontrado muerto en su casa, amordazado y con signos de tortura. De su asesinato y el llamado de justicia, que hasta la fecha nunca llegó, se habló incluso en organismos internacionales como la CIDH. Solo un asesinato impune pudo callar su voz, del que habló en favor de quienes no podían hacerlo o simplemente no se atrevían en días en los que el “exterminio” era uno de los pensamientos de muchas personas cuando se hablaba de lesbianas, gays, bisexuales o trans Colombia.